Dos días después del acto heroico de Tommie Smith, Peter Norman y John Carlos, el de la señal del Black Power, a las 15:46 horas, Bob Beamon, otro moreno atleta estadounidense, con su número 254 en el pecho se prepara sobre el carril de saltos del Estadio Olímpico Universitario, en la Ciudad de México, para su primer intento en la Final del salto de longitud de los Juegos Olímpicos del 68.
Memoria México 1968: un brinco a la eternidad, el descomunal salto de Bob Beamon
El 18 de octubre de 1968, Bob Beamon se elevó en el cielo de la Ciudad de México e hizo lo impensable durante los Juegos Olímpicos, saltó 8.90 metros para volverse inmortal.
El espigado y poderoso cuerpo de Beamon tiene un mejor registro de 8.33 metros y es el tercero de todos los tiempos, sólo está detrás de la marca mundial compartida de su compatriota Ralph Boston y del soviético Ovanesyan, de 8.35. Él es uno de los favoritos del evento y tiene 22 años.
Nunca las condiciones climáticas fueron tan positivas para un salto y nunca fueron tan bien aprovechadas.
La altura de la Ciudad de México, ubicada a 2 mil 240 metros -eso significa una densidad de aire mucho menor a la existente al nivel del mar-, es propicia para velocistas y saltadores que rompen con facilidad el aire.
Minutos antes una tormenta se abatió sobre la Ciudad de México, pero deja el escenario limpio y con oxígeno puro y a raudales, finalmente el viento es de dos metros por segundo a favor de los saltadores, poco menos del 2.0 permitido para homologar un récord del mundo.
El resto lo pone Bob con su capacidad física y su técnica perfecta. Arranca y en los últimos 10 metros de su carrera alcanza una velocidad de 10.71 metros por segundo y su última zancada la alarga de una manera inverosímil con lo que logra un despegue más rápido y largo de lo normal, veloz incluso para décadas después y ni se diga para un especialista en longitud.
La velocidad lo lleva a mantenerse en el aire 93 centésimas de segundo y a elevarse en el punto más alto de la curva del salto a 1.97 metros sobre el suelo. Lo común son alrededor de 1.85 metros, el aterrizaje es sin mancha.
Su velocidad durante el vuelo es de 8.90 metros por segundo, justo lo que salta, 8.90 metros. Un salto descomunal, monstruoso. Rompe la marca mundial por 55 centímetros.
Es el acontecimiento deportivo de los Juegos.
Al conocer su marca, Beamon se desvanece, llora y hasta siente náuseas de la emoción. Sus rivales saben que el oro está decidido y solo saltarán por la plata, y el bronce.
El británico Lynn Davies, campeón de Tokio 1964, le dice a Beamon que "destruyó la prueba" y acuña el adjetivo "beamonesco" para describir cualquier hecho insólito o fuera de lo común.
Beamon salta en la segunda ronda para 8.04 metros, pero decide pasar en las siguientes cuatro oportunidades. Las medallas de plata y bronce son para el alemán oriental Klaus Beer y el estadounidense Ralph Boston, con 8.19 y 8.16, respectivamente.
Los días posteriores, la prensa calificó el brinco como "una marca del año 2000" y eso casi resultó cierto: en los Campeonatos Mundiales de Tokio 1991, Carl Lewis saltó 8.91, pero la marca no fue homologada por exceso de viento a favor, sin embargo, ahí mismo, Mike Powell brincó 8.95 metros para romper el récord del mundo. Nadie más ha superado a Beamon hasta la fecha.
Después de aquello vino la leyenda y la fama de un sólo brinco por el que se le sigue recordando 50 años después y probablemente se lo sigan festejando muchos más que otros 50.
* Algunos párrafos son un extracto del texto: "Una capa debajo del corazón y de los sueños. 60 aniversario del Estadio Olímpico Universitario", del mismo autor.